La salud mental se topa con un sistema al límite

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La pandemia deja secuelas y heridas psicológicas agravadas. La prevalencia de ansiedad y depresión en el mundo se multiplicó, respectivamente, por cuatro y por tres al principio de la crisis. ¿Cómo puede enfrentar este tsunami la maltrecha sanidad pública española?

La crisis sanitaria de la covid ha sacudido los cimientos del mundo: en poco más de un año, ha cambiado la forma de socializar y las dinámicas de vida, ha colapsado los sistemas de salud y ha puesto contra las cuerdas la economía mundial. Pero esto es solo el principio. La pandemia es, de hecho, una especie de “crisis matrioska”, en palabras de Pedro Gullón y Javier Padilla, autores de Epidemiocracia (Capitán Swing, 2020): solo una pieza más del juego de muñecas rusas, una crisis “cubierta por otras crisis, como la económica o la ecológica”, y donde las emergencias van a ser la nueva normalidad, auguran. Por lo pronto, la resaca del coronavirus volverá a vaciar los bolsillos de la calle y aflorarán las heridas psicológicas de un año de dolor e incertidumbre, el caldo de cultivo para avivar una emergencia de mala salud mental que ya asoma en las consultas de psiquiatría. Los expertos alertan de que faltan recursos y manos para atender el tsunami de trastornos mentales que se les viene encima.

Cuando la covid colapsó los hospitales, en aquel convulso marzo de 2020, la atención a la salud mental de medio mundo se paró en seco. Una encuesta de la Organización Mundial
de la Salud (OMS) en 130 países constató que el 60% sufrió interrupciones en los servicios de psicoterapia para personas vulnerables y, además, un tercio de los Estados reportó también un freno en el acceso a tratamientos psiquiátricos y en intervenciones de emergencia, como síndromes de abstinencia.

El parón en la atención a la salud mental y el colapso del sistema sanitario —aderezado con los confinamientos, la incertidumbre de una amenaza invisible, el goteo incesante de muertes y duelos mal gestionados, y la desesperanza sobre un futuro incierto— configuraron el cóctel perfecto para alentar la nueva epidemia de mala salud mental que se cierne sobre la calle.

“Ya está pasando, pero es una pandemia silenciosa”, advierte Shekhar Saxena, profesor de Salud Mental Global de la Escuela de Salud Pública de Harvard y exdirector del Departamento de Salud Mental de la OMS. “Las personas con trastornos de salud mental los sufren en silencio. La gente no reconoce que esto es una crisis, pero ha sido una crisis antes de la covid y lo es mucho más tras la covid”, subraya. Un estudio canadiense publicado en la revista Psychiatry Research reveló, tras analizar datos de 55 estudios internacionales entre enero y mayo de 2020, que la prevalencia del trastorno por estrés postraumático alcanzó el 22%, la de la ansiedad llegó al 15% y la de la depresión se situó en el 16%. Esto es, estas patologías fueron, respectivamente, cinco, cuatro y tres veces más frecuentes de lo que suele reportar la OMS.

Un sistema desbordado

Con la atención primaria (la puerta de entrada al sistema sanitario) completamente desbordada y los hospitales volcados en la atención a la covid, el acceso al circuito sanitario se ha complicado para los trastornos mentales. Los pacientes llegan tarde y mal, advierten los psiquiatras, con cuadros muy agudizados y pronósticos más complejos. Celso Arango, jefe de Psiquiatría del Hospital Gregorio Marañón de Madrid y presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, avisa de que los servicios de psiquiatría rozan el colapso. “Tiene que venir una catástrofe y una crisis para desnudarnos. Estamos absolutamente desbordados”, sentencia.

En la práctica, el que tiene posibilidades recurre a la sanidad privada, y el que no, se aguanta. El sistema público está al límite, lamenta Víctor Pérez, jefe de Psiquiatría del Hospital del Mar de Barcelona: “Hemos priorizado la atención a los trastornos graves, pero hay pocos medios para tratar los casos moderados o leves, el malestar emocional, que es lo que viene derivado de la covid. No tenemos capacidad para atender a esa población. El puente con la atención primaria, que era la línea por la que circulaba la enfermedad mental leve hasta los hospitales, se ha roto porque están desbordados y ahora estas personas no llegan al sistema”.

Crece la depresión y la ansiedad, se descompensan trastornos graves, como la esquizofrenia, y brotan los trastornos de la conducta alimentaria y las tentativas de suicidio entre los jóvenes,
enumera Antoni Ramos Quiroga, jefe de Psiquiatría del Vall d’Hebron de Barcelona: “La ola la estamos viendo ahora. En Cataluña en 2019 hubo 473 tentativas de suicidio en menores y en 2020 fueron 601. En los últimos seis meses, las tentativas en chicas han crecido un 195%. Es nuestro covid”.

“Ya antes de la pandemia, los recursos para salud mental eran mucho menores de lo que se necesitaba. Muchos países destinan el 3% del presupuesto sanitario a esto cuando, en realidad, la carga de salud mental supone el 10%. En países de ingresos bajos o medios, la inversión está por debajo del 1%”, observa Saxena, de la Escuela de Salud Pública de Harvard. Varios elementos, aduce el experto, están detrás de esta infrafinanciación crónica: la atención a la salud mental no estaba considerada como parte del sistema de salud, sino que estaba aislada. La gente, argumenta Saxena, tiende a ver el dinero que los gobiernos dedican a salud mental como una pérdida en lugar de como una inversión. Según Eurostat, los costes en salud mental en la Unión Europea suponen el 4% del PIB de la UE, esto es, 600.000 millones de euros. Hay una brecha entre países pobres y ricos, pero incluso entre los de renta alta hay diferencias. Arango, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, señala que hoy España dedica apenas el 4% de la inversión en sanidad a salud mental, mientras que la media de la UE es del 5,5% y hay países que llegan al 10%.

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