Opiáceos: los peligros de una sociedad drogada y anestesiada

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Con el cierre de muchos negocios y los horarios reducidos, miles de personas se han quedado sin empleo o sufren un ERTE. Aunque otros han podido hacer la transición al teletrabajo, los confinamientos, las cuarentenas autoimpuestas, las restricciones y las recomendaciones de distanciamiento social suponen que miles de ciudadanos, tengan trabajo o no, estén encerrados en sus casas sin actividad y desmotivados. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito alerta de que, si bien la población ha tenido complicado el acceso a las drogas ilegales, no ha sido igual con las legales. Por ello, se ha producido un aumento considerable en la ingesta de antidepresivos, ansiolíticos, neurolépticos, analgésicos e incluso antibióticos.

Pero, en especial, y por encima de todos los estimulantes, ha aumentado de forma alarmante –hasta un 85% durante el estado de alarma– el consumo de la sustancia permitida más silenciosa y letal: el alcohol. Más aún: la combinación de licores de alta graduación con benzodiacepinas fue el cóctel estrella de la pandemia. No obstante, las artimañas de los «camellos» para aquellos que se siguen arriesgando ante la sequía de heroína, cocaína o marihuana, son de lo más ingeniosas, y los traficantes callejeros han llegado a disfrazarse de personal médico para evitar ser detectados por la policía y seguir vendiendo estupefacientes a su clientela habitual.

En un mundo occidental estresado, decepcionado, frustrado, sin valores, con falta de horizontes, con ansiedad permanente para mantener lo poco que tiene y desear lo que nunca se conseguirá, es «humanamente comprensible» abrazar sustancias que logren evadir al individuo de la realidad o consigan paliar las consecuencias de una vida insatisfactoria. Si el rico consume drogas es para soportarse a sí mismo, conseguir relaciones sexuales más placenteras y añadir una cuota de riesgo a su vacua existencia. El pobre de manual se apoya en las mismas sustancias para olvidar su trabajo precario, trascender los muros de su infravivienda y superar los desastres emocionales de una familia posiblemente desestructurada.

Sea como fuere, lo cierto es que cada vez consumimos más. Ya sea vino, cerveza, ginebra o whisky, porque es una sustancia socialmente aprobada. Y, si se trata de ansiolíticos, ya sean antidepresivos o antipsicóticos, porque las recetas son fáciles de conseguir tanto en los centros de salud como en el mercado negro. En cuanto a los estupefacientes, podemos conseguirlos sin demasiada dificultad en la esquina de enfrente de nuestro propio domicilio. Somos una sociedad adormecida, anestesiada y maleable hasta el punto de ser un rebaño manejable en manos del poder… Pero ahí no queda todo. Hager, además y con acierto, describe un futuro apocalíptico por culpa de los fármacos digitales.

Drogas con un sensor diminuto que, tras su ingesta, cuando nuestro estómago lanza señales, son captadas por un dispositivo informático que envía a nuestra sangre la cantidad previamente programada como una evolución inteligente de la pastilla «retard». A lo largo de la Historia, nuestro dominio de las nuevas moléculas nos dio una sensación de omnipotencia hasta que nos dimos cuenta del poco control que teníamos sobre ellas. Como bien resume Hager: «Ninguna droga es buena. Ninguna droga es mala. Cada droga es ambas cosas».

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